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Perú ante una oportunidad histórica
El ciclo de convulsiones sociales y políticas que sacude a buena parte de América Latina en los últimos años, no tiene una excepción en Perú. Tres presidentes en un año, una de las tasas de mortalidad por Covid-19 más altas en el mundo, una economía que retrocedió más que cualquier otra en la región: todos indicadores de un medio ambiente social marcado por la desconfianza y el repudio a una dirigencia política que, además de probadamente corrupta, se ha mostrado incapaz de garantizar acceso a la salud pública en plena pandemia y un mínimo de estabilidad económica para las enormes mayorías empobrecidas. Desde 2018, intermitentemente, se han sucedido diversas movilizaciones sociales que auguraban una puesta a tono con el vecindario sudamericano.
En los últimos cinco años, Perú ha tenido cuatro presidentes y dos formaciones del Congreso. Desde Fujimori a la actualidad, los cinco presidentes electos por el voto popular han estado sumidos en casos de corrupción: el citado Fujimori, Toledo, García, Humala y Kuczinski. Y la candidata que llegó a la segunda vuelta, Keiko Fujimori, está procesada por encabezar una organización criminal para blanquear activos ilícitos. En ese marco, las elecciones presidenciales.
Pedro Castillo y Keiko Fujimori consiguieron menos del 20 por ciento de los votos en la primera vuelta que se realizó en abril. Con la debilidad de origen que implica tal dispersión de los votos, ambos encararon la cuesta de la segunda vuelta, que terminó en una gran paridad: 50,2% contra 49,8%. Apenas 70.000 votos de diferencia en favor del maestro Pedro Castillo. Siendo su rival una representante de la derecha más nauseabunda de la región, no sorprende que apelen a enturbiar la definición de la elección. La pretensión de la derrotada de anular actas de votación que representan al menos 200.000 votos de regiones abrumadoramente favorables a su opositor, recuerda los casos recientes de Trump en EEUU y de Netanyahu en Israel. Retener el poder aún a riesgo de hacer temblar los fundamentos de la democracia burguesa es un recurso cada vez más frecuentemente utilizado por estos sectores.
La respuesta de Castillo ha sido la convocatoria a sus bases a ganar las calles, y hace bien. Cualquier titubeo frente a la voracidad de esta derecha herida en las urnas, sería la antesala de un camino de concesiones a costas de las expectativas populares. No va a ser apegándose a una institucionalidad burguesa en ruinas como se va a cimentar un proyecto con pretensiones populares y antiimperialistas, sino apoyándose en la movilización obrera y popular. En momentos donde los pueblos en las calles han desnudado la fragilidad de los dos modelos más emblemáticos de la falsa democracia de élites, como Chile y Colombia, no hay lugar para esperanzarse con “buenos perdedores”. La acusación de fraude de Keiko es solo el inicio de una campaña que busca diluir la voluntad transformadora que anida en la base social de Castillo. Mientras mayor sea el protagonismo popular en aplastar a la reacción, tanto mayores serán las posibilidades de disputar el programa que oriente al gobierno electo.
Castillo proviene de la sierra norte de Perú, y su reconocimiento público proviene de la huelga de maestros que lideró en 2017. Nunca estuvo en la función pública y todo su entorno más estrecho está vinculado a posiciones de izquierda. En su campaña insinuó transformaciones que, aún vagas, permitieron atraer la genuina voluntad de cambio de la mayoría del electorado. “Modificar el sistema político y económico para enfrentar la pobreza y la desigualdad”, “reforma constitucional para dar preminencia al Estado en la economía”, “garantizar que los recursos del cobre, el oro y el gas natural beneficien a los peruanos”, aunque “sin embargar los activos de las empresas sino renegociando los contratos”. Si estas insinuaciones quedan ahí o avanzan en un programa de transformaciones estructurales de la mano de un gobierno democrático, popular, nacional, antimonopólico; dependerá en gran medida de la capacidad de presión que ejerzan las organizaciones obreras y populares, advirtiendo que se abre una posibilidad de avanzar sobre los tradicionales dueños del Perú.
Para esto se deberá tomar conciencia de que, más allá de las dificultades propias de todo proceso liberador, soplan vientos a favor en la región. Las movilizaciones populares en varios de los países vecinos, y también -aunque en menor medida- en el propio Perú, están dislocando a las “vacas sagradas” de la burguesía más entreguista del continente, como son las ‘democracias’ chilena y colombiana. En Perú, las propias clases dirigentes están haciendo crujir los tabúes principales sobre los que se asienta el sistema político que aún perdura: la idea de que las instituciones funcionan, que la justicia es independiente e impera sobre todos, y que la voluntad popular es sagrada y se expresa en el voto. El desafío no pasa por recomponer la confianza herida, sino por construir un poder de nuevo tipo que sepulte al Perú de las élites.
Leo Funes
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