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Los números rojos de Alberto Fernández
La inflación ronda el 48% anual y se come los ingresos populares, pues los salarios, jubilaciones y planes sociales obtienen aumentos inferiores, en torno al 35%. El poder adquisitivo de los salarios cayó por cuarto año consecutivo, acumulando una pérdida de 21% y mostrando niveles similares a los de 2002/3. Para colmo, la asistencia de emergencia por la pandemia fue reducida con la suspensión del IFE, el ATP y los Precios Máximos, quedando otros planes de menor alcance y magnitud, como el Repro2 (sueldos), Súper Cerca o la Tarjeta Alimentar para la población de mayores necesidades.
El retorno de millones de trabajadores a sus puestos en medio de la pandemia es el resultado de la presión empresarial por volver a facturar y de la decisión política del gobierno de forzar un retorno a la normalidad que permita interrumpir el gasto estatal por asistencia a la población. En 2020 se anticipaba este escenario, con un Presupuesto 2021 que preveía recortes nominales de las partidas vinculadas a la atención de la pandemia.
En ese camino, la Unión Industrial Argentina cambió de mando y su Presidente será Daniel Funes de Rioja de la industria alimenticia (COPAL), con el visto bueno de actores pesados como Techint, Arcor y Ledesma. La nueva conducción es una continuidad de la anterior, liderada por Miguel Acevedo (AGD), aunque más agresiva y crítica del gobierno nacional. Funes de Rioja viene haciendo lobby por una reforma laboral que modifique -a favor de las empresas- los convenios colectivos de trabajo y los contratos laborales, y en lo inmediato reclama la absoluta libertad de suspender y despedir personal y la eliminación de la doble indemnización. La gran burguesía local, una amiga.
Mientras tanto, los monopolios de la industria alimenticia (Molinos, Arcor, Ledesma), los bancos y los exportadores de commodities han hecho grandes fortunas durante la pandemia, aprovechando su condición de esencial y la disparada del precio y/o de la demanda internacionales. En particular, grandes productores, corredores y exportadoras de granos están de fiesta con el precio de la soja en torno a U$S 600 la tonelada -los mismos que no quieren ver estatizada la Hidrovía del Paraná, que podría dejar una porción de la renta en manos del Estado-. Es cierto que el efecto sobre las retenciones oxigena las arcas del Estado (el BCRA compró unos U$S 6.000 millones en pocos meses), pero hasta ahora fueron destinadas para engrosar las reservas y prepararse para la negociación con el FMI, en lugar de financiar gastos en salud y asistencia de emergencia, a pesar de la segunda ola de contagios. Por otro lado, ese veranito financiero se termina cuando cese la liquidación de la cosecha, entre julio y agosto.
Mientras el pueblo la padece, el capital financiero local esquiva la inflación mediante diversos instrumentos (Leliq, Pases del BCRA, bonos del Tesoro), a cambio de los cuales el Estado paga intereses (~32 a 38%). Esto es un problema por partida doble: el stock de esa “deuda remunerada” es hoy de $3,2 billones, lo cual equivale a un peligroso 130% de la base monetaria: la cantidad de pesos en circulación ronda los $2,5 billones. Y como el gobierno necesitó financiar gastos por encima de su capacidad de recaudación (especialmente en 2020, por la pandemia) recurrió a la emisión monetaria, pesos que luego fueron “absorbidos” mediante Leliq y Pases, con lo cual el stock de deuda tendió a crecer: en diciembre del '19 era de “apenas” $1,1 billones. Además, la deuda crece también por la mera acumulación de intereses: en 2020 el Estado pagó $700.000 millones y en 2021 se pagan $100.000 millones mensuales, todo al bolsillo de los bancos. Es cierto que en un contexto inflacionario esa deuda tiende a licuarse (perder su valor real) y el inversor pierde una parte, por eso el gobierno tiende a subir las tasas de interés para evitar que se alejen de la tasa de inflación y de esa manera Pases y Leliq continúen siendo una inversión potable para los capitales. En cualquier caso, esta bola de nieve no solamente aumenta el déficit fiscal (los gastos del Estado) sino que también limita los márgenes de acción de la política monetaria, empuja la inflación hacia arriba y deprecia la moneda nacional, obligando a su devaluación.
Por otro lado, un problema mayúsculo es la deuda externa. La refinanciación de la deuda privada en 2020 resultó muy costosa para el país, pues si bien es cierto que se mejoraron las condiciones respecto a la deuda adquirida por Mauricio Macri y se despejaron los vencimientos inmediatos (evitando caer en default), las tasas, plazos y montos comprometidos constituyen una carga demasiado pesada para los próximos 20 años (especialmente a partir de 2028), que empujarán a los sectores populares hacia más pobreza y desocupación. Aun así, del otro lado de la vereda los bonistas quedaron insatisfechos con la reestructuración, pues los bonos argentinos no cotizaron al alza tras el canje, por lo que se espera que presionen al FMI para imponer al país un plan económico de ajuste ortodoxo que eleve el precio de los bonos en el mercado secundario y de paso garantice los pagos de deuda a partir de 2025. En ese sentido, ahora mismo el asunto pasa por la deuda con los organismos internacionales: el Club de París (U$S 2.800 millones) y el Fondo Monetario (U$S 44.000 millones), con vencimientos muy próximos que, con independencia de la intención, son impagables (U$S 3.500 M en 2021, U$S 18.000 M en 2022 y U$S 19.000 M en 2023). Al respecto, ya declaró Alberto Fernández que pagará el total de la deuda y pide para ello una reestructuración con 4 años de gracia (sin pagos) y un plazo de 10 o 20 años para devolver la totalidad del crédito tomado por Macri. Ni por asomo piensan en cuestionar el endeudamiento por cómo fue realizado -en forma ilegal, ilegítima y odiosa- y por los efectos que tendrá sobre nuestros hombros.
En síntesis, estamos ante una economía inflacionaria donde pierden los asalariados, jubilados y desocupados, con una tasa de pobreza en 45% (66% en menores de edad), los estragos de la desocupación y los bajos salarios, con una deuda externa que condiciona toda posibilidad de desarrollo y un grupo de grandes capitales obteniendo ganancias extraordinarias. Este combo es una hipoteca para el futuro de toda una generación, condenada a vivir bajo la presión de una economía organizada en función de las ganancias de unos pocos y no de las necesidades de las mayorías. No es el único camino, otra salida es posible, justa y necesaria: suspender los pagos de la deuda, nacionalizar el sistema bancario, los recursos estratégicos y el comercio exterior, como parte de un plan de emergencia centrado en el inmediato bienestar social y económico del pueblo.
David Paz
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