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Un nuevo capítulo de la descomposición imperialista yanqui
Si hay algo que aclara la diferencia entre Estado y Gobierno es la alternancia política de los Estados Unidos, lugar donde las discrepancias entre los distintos presidentes resultan en la práctica casi imperceptibles, más allá de que se trate de un demócrata o un republicano.
Barack Obama, pretendidamente el bueno de la historia según su credencial de Nobel de la Paz, tiene en su haber tras ocho años de gobierno el triste record de haber sostenido un permanente estado de beligerancia que en la actualidad alcanza a Irak, Siria, Afganistán, Pakistán, Somalia y Libia, haber utilizado a Arabia e Israel como puntas de lanza contra Yemen y Palestina, haber generado un ejército mercenario, el denominado Estado Islámico, cuyo terrorismo carece de precedentes, haber propiciado golpes de estado en Turquía, Honduras, Paraguay, Brasil, etc. Además, ha tensado las relaciones por conflictos locales, por caso con Rusia respecto de Ucrania, con China respecto de Filipinas y con Corea del Norte respecto de Corea del Sur y Japón, al punto de crear las bases para una tercera guerra mundial. Su fobia antirrusa ha estado presente a lo largo de toda la campaña electoral de Hillary Clinton y su fobia antilatinoamericana se ha puesto de manifiesto frente a Venezuela, Bolivia y varios países de Centroamérica. Además, ha sostenido una permanente cacería de ciudadanos negros a través de la policía de gatillo fácil y más de 2.000 deportaciones mensuales de hispanos. Es decir, más de lo que Donald Trump podría agitar como promesa de campaña, sobre todo en el terreno militar donde el republicano se ha mostrado crítico de la OTAN y las guerras sinfín y donde su oponente demócrata, Hillary Clinton, ha desplegado todo su ensañamiento sin importar ideologías, sexo, edad ni religión.
El cotejo entre Hillary Clinton y Donald Trump mostró que tanto uno como otro fueron y son objeto del rechazo de cerca del 70% del electorado. Por eso, nunca como en esta elección hubo tantas manifestaciones de repudio a los candidatos tanto a través de las redes sociales, como al interior de cada partido hacia su respectivo representante.
Demás está decir, fuera de todo error metodológico, nuevamente las encuestas (viciadas de parcialidad a favor de la candidata demócrata) “fallaron” al igual que “fallaron” con la consulta a los británicos por el Sí o por el No de permanecer en la Unión Europea dando lugar al Brexit.
Ahora bien, fuera la fantochada de elegir entre el más malo o el más peor, queda flotando el problema del poder real, quien pese a todo intentará definir el rumbo de ese país a contrapelo de este descontento popular.
Un hecho histórico que tal vez permita comprender hacia puede ir “Norteamérica” lo encontramos en Alemania tras la firma del Tratado de Versalles luego de ser derrotada en la Primera Guerra Mundial. Tratado por el cual a Alemania se la obligó a desembolsar grandes sumas de dinero para reparar los quebrantos de las élites de otros países y las propias a expensas de su pueblo (agobiado a más no poder por el peso de la guerra), haciendo posible el surgimiento de un demagogo que logró encausar el malestar popular provocado, precisamente, por el servilismo al gran capital. También es posible advertir un escenario similar en Grecia, donde el gobierno demagogo de Tsipras resultó a la postre un intermediario entre el ajuste a los trabajadores y la opulencia de la troika integrada por los países ricos de la Unión Europea, el Banco Alemán y el FMI.
En el caso de los Estados Unidos, en sintonía con esas experiencias, tras la crisis financiera de 2008 Barak Obama no tuvo mejor ocurrencia que servir a los intereses del sector financiero (bancos, compañías de seguros y emprendedores inmobiliarios) para que éste cubriera sus quebrantos con fondos públicos, es decir, a expensas de un pueblo golpeado por las hipotecas, los bajos salarios y el desempleo. Por eso, las masas empobrecidas se vieron defraudadas a poco de andar y hoy, luego del desencanto electoral, muestran su ira contra el vencedor (no importa cuál) aún antes de que éste logre asumir, razón por la cual de aquí en más queda por ver qué hará Estados Unidos para eludir su caída como primera potencia económica y si, al igual que la Alemania nazi, se lanzará a la conquista de nuevos mercados de la mano del demagogo recién llegado al gobierno o la realidad impondrá otra cosa.
Es sabido que Trump ha cuestionado la alianza entre el sector financiero de Wall Street y la OTAN por entender que la conquista de nuevos mercados por la vía de la guerra se ha mostrado no sólo inconducente para los Estados Unidos (a la luz de los resultados militares) sino ilógica frente a la contracción de la economía, la cual, por ahora, lejos está de arrojar excedentes manufactureros. Según datos de la Reserva Federal, entre enero de 2008 (año del estallido de la burbuja inmobiliaria) y octubre de 2016, la producción industrial apenas creció un 7,8%, es decir, lo que la producción manufacturera china crece en un año. Es más, entre noviembre de 2014 y octubre de 2016 el crecimiento de dicho valor apenas resultó del 0,033%.
Por otra parte el magnate ha puesto a la orden del día el problema del libre comercio con México y Canadá (con saldos negativos para los Estados Unidos), los acuerdos comerciales con los países del Pacífico (por representar mercados poco significativos para sus exportaciones escasamente competitivas), las inversiones de capital (donde China le lleva la delantera holgadamente, aún dentro del propio territorio norteamericano) y el flujo de la fuerza de trabajo (en particular proveniente de México y Centroamérica), a la que Trump intentará frenar a como dé lugar. Es más, su política de generación de empleos parece apuntar al emprendimiento de grandes obras (su propio negocio inmobiliario a partir de fondos públicos) antes que a dar impulso al complejo industrial militar.
Por estas razones, en la visión de Trump y del sector capitalista que representa, el “nuevo mercado” no se encuentra puertas afuera de los Estados Unidos sino puertas adentro, es decir, en la propia sociedad estadounidense, la cual será objeto de un creciente fascismo neoliberal que la obligará a pagar precios exorbitantes y que puede generar condiciones para un verdadero estallido obrero y popular contra los bancos, como en la Argentina del 2001, pero a una escala mayor.
El programa de salud “Obama Care” y su antinomia, el seguro de salud, son buenos ejemplos de este fascismo que ha convertido a la salud en un mercado interno apuntado a maximizar las ganancias de las empresas del sector “salud” y de las compañías de seguros a expensas del pueblo a quien, salvo en el caso de las consultas, le resultan inaccesibles los tratamientos de mediana y alta complejidad. Precisamente, fue la salud la que más dolores de cabeza le ha traído a los demócratas y sobre la que más ha machacado Trump pensando en una salida para las empresas, “sacrificando a quien haya que sacrificar”.
Sin lugar a dudas, más allá del curso que tomen los negocios y de las razones objetivas detrás del resultado, la elección del ultrarreaccionario y racista Trump a la presidencia de la mayor potencia capitalista mundial pone en escena un capítulo, tal vez el más decisivo, de la descomposición imperialista y un intento arriesgado por sortearla.
Jorge Diaz
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