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La crisis sanitaria es una oportunidad. No la dejemos pasar.
Opinión por Eduardo Maturano*
Uno de los desafíos más importantes para el conocimiento y desarrollo de las ciencias frente a la actual pandemia es completar lo hecho por el Covid-19, es decir, terminar de derribar los supuestos y paradigmas subyacentes a la enfermedad y pugnar por una transformación radical del sistema sanitario teniendo al proceso histórico como guía para tal fin.
En dicho sentido, un caso cercano y reciente de epidemia en nuestra historia local, con un elevado reporte de afectados, lo encontramos en los brotes de fiebre amarilla ocurridos en la ciudad de Buenos Aires a mediados del siglo XIX, en particular el de 1871 cuando fallecieron poco más de 13 mil personas sobre una población cercana a los 180 mil habitantes, es decir, alrededor del 8% de los porteños. En dichas circunstancias la gente huía aterrorizada y se resguardaba tomando distancia de los principales focos ubicados en San Telmo y Monserrat, donde los pobladores vivían hacinados en conventillos. Como lógica consecuencia las calles de Buenos Aires de entonces lucían desiertas y los negocios cerrados. También, al igual que ahora, muchos médicos se contagiaban y morían tratando de salvar a los enfermos, como los hermanos Argerich, Francisco Muñiz, Guillermo Zapiola, etc.
Pero lo interesante del caso es que estos médicos nunca dieron en la tecla del porqué de la enfermedad, la cual, por entonces, era atribuida a los tufos pestilentes provenientes del bajo, los denominados “miasmas”. Era la idea imperante en la formación médica de aquel entonces. Imbuidos de la teoría miasmática los médicos improvisaban toda clase de tratamientos, especialmente los catárticos purificantes de la contaminación miasmática, como purgantes, enemas, vomitivos, aceite de ricino, etc., al tiempo que se cuestionaban las curas alternativas, como las aplicaciones tópicas de mostaza, vinagre aromático, alcanfor o quina que, seguramente, actuaron como repelentes contribuyendo a evitar las picaduras de mosquitos, los verdaderos vectores del virus transmisor de la fiebre.
Como es sabido, unos años más tarde, el papel de los mosquitos en la transmisión de la fiebre amarilla fue establecido por el médico cubano Carlos Finlay, quien aplicó la novedosa teoría metaxénica de transmisión de enfermedades por agentes biológicos, la cual permitió entender este tipo de epidemias y superar, a la vez, el enfoque medieval imperante hasta entonces en el campo de la salud.
También, y de forma similar a lo que vemos ahora, durante aquella epidemia no faltaron los desacuerdos sobre cantidad de enfermos y de muertos y los “sabelotodo” que criticaban las medidas de resguardo, empezando por el propio presidente, Domingo Sarmiento (el Bolsonaro de entonces), quien entre otras decisiones lamentables, como la de huir de Buenos Aires para prevenir su propio contagio, no dudó en impedir el cierre del puerto ni tampoco en vetar la extensión de la cuarentena a los buques con enfermos procedentes de Río de Janeiro en un intento desesperado de evitar la caída del comercio y la actividad económica.
La epidemia parida por un virus y un mosquito provenientes de zonas tropicales pero enraizada en las condiciones de existencia, en particular en la explotación de los obreros industriales y trabajadores portuarios obligados a vivir amontonados en conventillos, mal alimentados, sin servicios sanitarios, etc., vino a precipitar la crisis social, económica y sanitaria de entonces resultante del creciente endeudamiento con Inglaterra, los efectos de la guerra contra el Paraguay y la Campaña del Desierto (cuyos presupuestos militares excedieron con creces los destinados a salud), la inversión especulativa en tierras improductivas, la acumulación de mercaderías importadas y el pago de reembolsos con el consiguiente recorte en el gasto público y salarios. Es decir, la epidemia puso de relieve la descomposición del conjunto de las relaciones sociales dentro de las cuales la crisis de la salud fue un síntoma más, mientras que el pequeño virus un simple catalizador del desastre.
Hoy, el pensamiento imperante en la formación y la práctica médica es el de la “medicina basada en la evidencia”, resultante necesaria de la irrupción de la Fundación Rockefeller en el terreno de la salud y la agricultura a comienzos del siglo XX, casualmente por el impacto negativo de la fiebre amarilla en la explotación petrolera en el norte de Sudamérica (Colombia y Venezuela), y de su resultante contemporánea, la Fundación Bill y Melinda Gates, fenómeno reseñado por Michael Stevenson (véase: Agency Through Adaptation: Explaining The Rockefeller and Gates Foundation’s Influence in the Governance of Global Health and Agricultural Developmen).
Los ejes de ambas fundaciones han sido:
- las campañas contra las enfermedades infecto-contagiosas;
- las reformas de las facultades de medicina favoreciendo la expansión de la medicina flexneriana, en especial la de un biologicismo capaz de modelar una concepción “veterinaria” de la salud humana;
- la asociación entre el Estado y el gran capital monopólico -especialmente de la industria farmacéutica;
- la medicalización de la sociedad con la naturalización del consumo de fármacos y vacunas;
- y la aceptación acrítica del capitalismo como sinónimo de progreso científico, propiciando la formación de salubristas con un perfil acorde al pensamiento médico norteamericano.
De esta forma la medicina basada en la evidencia, resultante de este proceso, no trata más que de aceptar como cierta la “evidencia científica” obtenida de ensayos biológicos propiciados y/o financiados por la gran industria farmacéutica, motivada por ganancias astronómicas.
Por eso, lo que hoy está en cuestionamiento fáctico es esa medicina del gran capital monopólico, simplemente porque el centro neurálgico de este modelo, Estados Unidos, es el lugar más castigado por el Covid-19 según lo acreditan no sólo las cifras record de enfermos y muertos, sino, además, el fiasco de los centros de control de enfermedades (CDCs), la agencia de drogas y alimentos (FDA) y un sistema de salud fuertemente mercantilizado, los cuales, en su conjunto, nada pudieron hacer para evitar semejante catástrofe sanitaria, en particular la de los más pauperizados, la de los más relegados como la población negra y latina, en su gran mayoría sin acceso a la asistencia médica. Como contrapartida el Estado norteamericano liderado por Trump sólo se preocupó en poner por delante el interés de las grandes compañías y los bancos, para quienes no faltaron subsidios millonarios y rescate de acciones en caída libre.
Entonces, insisto, es necesario terminar de derribar los supuestos y paradigmas subyacentes a la enfermedad, poner por delante del causalismo biologicista la determinación social de los procesos subyacentes a las enfermedades, en particular las epidemias, las enfermedades ligadas al extractivismo y la degradación del ambiente, los problemas emergentes en la niñez como los trastornos del desarrollo y su vinculación con la alimentación chatarra, los procesos inflamatorios provocados por la tormenta de vacunas y el llamativo acriticismo médico sobre el empleo de las mismas, terminar con el anacrónico presupuesto de la neutralidad de las ciencias, de su pretendida asepsia política e ideológica y, en fin, superar el sentido ahistórico de la formación y de la práctica médicas, pugnando por una transformación radical de la sociedad y el sistema sanitario.
* Eduardo Maturano es Doctor en Medicina y Cirugía, Especialista en Infectología y Especialista en Epidemiología. Se desempeña como Médico de una Unidad de Terapia Intensiva referente en Covid-19 en la Provincia de Córdoba.
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