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Criminalizar la protesta e ilegalizar la lucha popular
A pesar del discurso de los sucesivos gobiernos K de respeto a los derechos humanos y de no represión a la protesta social, a esta altura, después de más de 10 años ininterrumpidos al frente del gobierno nacional, no hay dudas de que el kirchnerismo tiene una clara política de persecución a los luchadores populares y de criminalización de la protesta.
Más allá de las diferencias tácticas y discursivas con los gobiernos anteriores, las consecuencias están a la vista y pesan sobre las espaldas de los compañeros y organizaciones que deciden, de diversas formas, enfrentar las políticas de ajuste. La última novedad en este sentido es un proyecto de ley que, de aprobarse, podría definir qué protesta es legal y cuál no la es.
Ya en el 2013, las organizaciones nucleadas en el Encuentro Memoria, Verdad y Justicia presentaron un informe sobre criminalización de la protesta que daba cuenta de la existencia documentada de más de 5.000 procesados en causas judiciales derivadas directamente de hechos de protesta social. La enorme mayoría de ellas fueron iniciadas después del año 2003, es decir, casi todas durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. Ese informe, presentado públicamente y entregado a la Corte Suprema de Justicia, no mereció ningún comentario del gobierno nacional.
Por otro lado los asesinatos de luchadores pertenecientes a los pueblos originarios en lucha y a militantes populares, las represiones directas a manifestaciones tanto en el ámbito de la Ciudad de Buenos Aires como en el resto del país, los presos políticos (Lescano y Esteche de Quebracho, los manifestantes de Corral de Bustos, hasta no hace mucho los petroleros de Las Heras condenados a prisión perpetua y los distintos compañeros que sufrieron la prisión en estos 10 años), son expresiones de la más cruda represión al legítimo derecho de protesta. Debemos señalar que en algunos casos fue responsabilidad directa del gobierno nacional, y cuando no lo fue, el kirchnerismo nunca se involucró ni denunció estos hechos, ni actuó de manera alguna para poner fin a estas situaciones, mostrando su silenciosa complicidad con estas políticas.
Ni siquiera en el marco de la política internacional tuvo una actitud distinta. Los ejemplos más contundentes son, por un lado la detención de seis campesinos paraguayos que estaban tramitando el refugio político para extraditarlos por pedido del Poder Judicial corrupto y reaccionario de Paraguay acusados de crímenes graves sin pruebas; y por otro la detención de los compañeros chilenos Freddy Fuentevilla, Marcelo Villarroel y Juan Aliste Vega para su posterior extradición, para su “juzgamiento” por la justicia chilena con la aplicación de una nefasta ley antiterrorista, repudiada hasta por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En todos estos casos, los compañeros entregados a los países requirentes fueron condenados en juicios plagados de irregularidades. En el caso de Aliste Vega, en una maniobra urdida por ambos gobiernos, fue secuestrado por la Policía Federal cuando era liberado de la cárcel de Ezeiza y subido a la fuerza a un avión de la fuerza aérea chilena; en su país fue condenado a 48 años de prisión.
Actualmente, en un contexto de crisis y ajuste, las autoridades nacionales no dudan en mostrar abiertamente su política hacia los trabajadores y el pueblo que se rebela. Solo en el ámbito metropolitano, la militarización de cualquier conflicto sindical de cierta magnitud, las represiones a los trabajadores de la línea 60, de Gestamp, de Lear, de Kraft, de estatales y docentes, por poner sólo algunos ejemplos, sumado a las causas penales que se les abre a los trabajadores por el solo hecho de reclamar por sus derechos pisoteados, es una muestra cabal de las intenciones concretas del kirchnerismo y sus secuaces. La situación se replica en las provincias. El ejemplo más sobresaliente es el de Chaco, en donde también hay que destacar que la sistemática política del garrote de Bacileff Ivanoff no logró quebrar la resistencia de las organizaciones populares.
En este marco, el gobierno nacional viene intentando desde principios de año, generar el consenso necesario para aprobar una ley que limite aún más el derecho a la protesta, que establezca por ley qué protesta es legal y legítima (léase tolerable para el poder de turno) y cuál no; en éste último caso, se intenta legalizar la posibilidad en todos los casos de la represión directa.
En este sentido la diputada oficialista Diana Conti elaboró un nuevo proyecto de ley, que se hace eco del pedido de la presidenta Cristina Kirchner de un mayor control del Estado sobre la protesta social. Este nuevo proyecto es una síntesis de los ocho anteriores que ilegalizaban abiertamente cualquier tipo de protesta social.
En un texto ambiguo, y a diferencia de los proyectos anteriores, en éste no se diferencia entre protestas legítimas e ilegítimas. Sin embargo, se deja constancia que esta ley será aplicable a manifestaciones pacíficas, donde no se haga uso de la violencia ni se porten armas. Esto quiere decir que, cualquier protesta que pueda ser considerada violenta, porque por ejemplo, hay manifestantes con palos o capuchas, sería merecedora de la represión policial.
Pero aún en el caso de las protestas pacíficas, se establece la intervención de un cuerpo de mediadores del Ministerio de Justicia quiénes actúan para ver cuáles son los motivos del reclamo, pero fundamentalmente para evitar que las acciones afecten los “derechos de terceros”, en cuyo caso se intima al cese y en caso de no acatarse la orden se procede… sí, a reprimir. El problema es que cualquier manifestación afecta directa o indirectamente derechos de terceros: a circular, en un corte; a la producción de un bien o servicio, en una huelga; a la disponibilidad de un inmueble, en una ocupación de tierras. Siempre hay derechos en pugna, por lo que siempre va a existir un motivo para ilegalizar la manifestación.
Este proyecto de ley, en definitiva, intenta ser un límite más en la posibilidad de protestar. Se intenta dar un marco legal a la posibilidad de “ilegalizar” una protesta y proceder, siempre con la ley en la mano, a dispersarla mediante palos, gases y balas. Es una tarea entonces, oponerse a semejantes engendros legales y denunciar la verdadera voluntad detrás de los discursos que sostienen que proyectos como éste intentan simplemente regular la protesta.
Pero además, debemos tener en claro que no hay leyes que puedan poner límites a la justa rebelión popular y a la consciente organización y lucha de los sectores más comprometidos en enfrentas a las políticas de ajuste y represión. Esto lo saben los monopolios y las transnacionales, al igual que el gobierno nacional, y por eso intentan distintas vías para poder acotar, limitar y disciplinar la justa indignación popular.
Agustín Almeida
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