Bolsonaro: de la sartén al fuego

Miércoles, 14. Noviembre 2018

En el extenso pantano de la crisis brasilera, se impuso un cóctel ubicado en el extremo derecho de su régimen político. La tendencia señalada en la primera vuelta de las presidenciales terminó por confirmarse y desde enero próximo Jair Bolsonaro estará al frente de la principal economía latinoamericana.
¿Cómo se pasó de una redistribución del ingreso apoyada en la acumulación monopólica y el respeto a la dependencia de la economía nacional, a un experimento que busca aglutinar a militares “nacionalistas” nostálgicos de la dictadura, con iglesias evangelistas conservadoras y chicago boy’s ultraliberales?
Las campanas del ocaso para la experiencia renegociadora del PT comenzaron a sonar durante el primer mandato de Dilma Rousseff. Cuando la crisis económica empezó a hacerse sentir en Brasil, la reacción del gobierno se acercó mucho más a la ortodoxia económica que al progresismo redistributivo del que hacía gala su discurso original. Los intentos de arancelamiento de la salud pública o los avances sobre reservas indígenas para ampliar los beneficios del agronegocio comenzaron a distanciar al gobierno de los movimientos sociales que habían sido su principal sustento. Posteriormente, a mediados de 2013, el tarifazo sobre el transporte público desata movilizaciones gigantescas en las principales urbes, pronunciando aún más el quiebre con sus bases sociales. Con el Mundial de Fútbol 2014 en puerta, aprueba una “Ley Antiterrorista” que profundiza la deriva represiva que ya se venía insinuando con el proyecto de las “Unidades de Pacificación Policial” en Río de Janeiro. Frente a las dificultades económicas, la receta del ajuste y el garrote no son exclusivas de la derecha clásica. El distanciamiento con amplios sectores populares, que habían sido el fundamento de su ascenso al poder, luego se reflejaría en la apatía frente al impeachment que derrocó a Dilma, y recientemente en términos electorales, aún frente a la amenaza tangible de un triunfo de Bolsonaro.
Si las movilizaciones que sacudieron Brasil desde 2013 descolocaron a la dirección del PT, a la derecha la impulsaron a intervenir. Mientras las calles se llenaban de manifestantes (en su inmensa mayoría espontáneos) cuyo programa fue virando desde la lucha contra el ajuste y el deterioro de los servicios públicos a la lucha contra la corrupción estructural del régimen político y la dirigencia que lo encarna, los grupos más conservadores vieron en esta masa justamente indignada una oportunidad para empalmar con el ánimo de cambio y dotarlo de una salida política. El PT en cambio, se abstuvo de intervenir, tachando de derechistas a estas movilizaciones y refugiándose en un planteo victimista que no convenció a nadie y terminó desmovilizando a su propia tropa.
El fenómeno de la corrupción nunca pudo ser resuelto por el PT, y en esto se acerca a otras experiencias renegociadoras contemporáneas en la región. Primero fue el escándalo del Mensalão, en el primer mandato de Lula, que destapó un sistema de pagos a los aliados parlamentarios. El gobierno simplemente miró para otro lado y dio vuelta la página. Luego vino el Petrolão, que reveló una inmensa estafa en la principal empresa pública, Petrobras. También fue sorteado sin la menor autocrítica. Cuando estalló el escándalo conocido como Lava Jato, la posición volvió a ser la de victimizarse e impugnar todas las acusaciones, pero el contexto ya no era el mismo. La corrupción flagrante puede ser soslayada por las mayorías populares cuando sus condiciones de vida están en ascenso, pero la combinación corrupción + recesión es explosiva en el seno del pueblo. Y si encima la conducta de la dirigencia política es de indulgencia con los ladrones, la ruptura es inevitable. Montado sobre esta debilidad manifiesta, el operativo judicial, parlamentario, mediático y hasta militar hizo el resto.
La dificultad principal de la gran burguesía local y el capital trasnacional asociado estaba en encontrar un recambio institucional que garantizara la aplicación de un programa de ajuste feroz y la legitimidad social necesaria para llevarlo a cabo. Con la enorme mayoría de la dirigencia política impugnada por el repudio popular y con un gobierno de transición como el de Temer, con una popularidad bajo cero, la tarea no era sencilla. La opción Bolsonaro llega por descarte, más que por convicción. El tono belicoso y revanchista, las manifestaciones de supremacía racial y sexista de este reaccionario no sólo son condenables desde el conjunto del pueblo trabajador, sino que tampoco tranquilizan a una elite económica necesitada de estabilidad en el manejo del Estado. Sin embargo, el ascenso de Bolsonaro y su círculo inmediato son un síntoma de la crisis política a la que ha llegado la gran burguesía brasileña, aunque no necesariamente de una “derechización” de las masas.
Los ejes de campaña que llevaron a este ultraderechista al gobierno son sencillos y apuntan a los aspectos más sentidos por el conjunto del pueblo: la necesidad de un “cambio en la economía” (Brasil acumula cuatro años seguidos de caída en la materia). Es fácil concluir que este engendro reaccionario no va a ser el vehículo hacia una mejora económica, pero de ninguna manera la legítima aspiración de cambio y mejoría en las condiciones de vida de vastos sectores populares puede ser definida como de derecha. Ya instalada en el centro del debate público la divisoria entre “corruptos y no corruptos”, con todo el arco político manchado y con el principal referente de la “izquierda” preso por el supuesto delito de corrupción, la polarización que intentó el PT con Bolsonaro (un falso outsider del sistema), no hizo más que sumarle ascendencia a éste entre los indignados. La popularidad del discurso de mano dura contra la inseguridad tampoco debiera sorprender en un país donde las redes delictivas y de narcos tienen un poder territorial inquietante y en ascenso. Luego de tres mandatos petistas, este problema no hizo otra cosa que agravarse en los grandes centros urbanos, y cabía esperar en este aspecto también, la búsqueda de un “cambio” (aunque sepamos que este cambio será un salto de la sartén al fuego). La fórmula presidencial integrada por dos ex militares también es expresión del agotamiento de una dirigencia política que se ganó el repudio generalizado. A la hora de buscar una alternativa que rompa con los partidos tradicionales, la institución militar supo presentar a uno de los suyos como una opción válida y no tuvo competencia. Las decenas de millones de brasileros que se abstuvieron de elegir a cualquiera de los candidatos, aún en la segunda vuelta, son otra señal que contradice el supuesto “respaldo popular al fascismo”.
Detrás de Bolsonaro, su vice Antonio Hamilton Mourão, también militar retirado, y el designado para la cartera de Defensa Augusto Heleno (General a cargo de las tropas brasileras en Haití), son la primera línea de los integrantes castrenses. Por el lado de las iglesias evangelistas aún no hay certezas de qué cargos ocuparán pero hay que tener en cuenta que fueron uno de los principales apoyos de la campaña, en la persona del líder de las Asambleas de Dios y titular del Partido Social Cristiano, Everaldo Pereira, y de Edir Macedo, número uno de la Iglesia Universal del Reino de Dios y dueño de Record, el mayor grupo multimedios de Brasil después de Rede Globo. Como Jefe de Gabinete quedaría el empresario Onyx Lorenzoni, un confeso golpista varias veces denunciado por corrupción, incluida la causa Oderbrecht. A cargo del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública el juez estrella del Lava Jato Sergio Moro, en una devolución de favores, luego de haber sido quien sacó del camino al candidato con mayor intención de voto, Ignacio Lula Da Silva. El Ministerio de Salud quedaría en manos del empresario ganadero Henrique Prata, que administra un hospital privado sostenido con fondos públicos. Y a cargo de un superministerio de Economía, Finanzas y Planificación, estará el niño mimado de la Escuela de Chicago, Paulo Guedes que, según ha señalado buscará una drástica reducción del déficit fiscal, para lo cual se propone privatizar 50 empresas estatales, y que está armando un equipo con directivos provenientes de lo más concentrado del capital financiero local, estadounidense y europeo (entre ellos el Bank of America, TIM -telecomunicaciones-, Goldman Sachs y el Grupo Santander)
Este tren fantasma al frente del ejecutivo es una muestra de la decadencia del régimen democrático burgués en Brasil. Un Parlamento compuesto por más de dos tercios de políticos con procesos abiertos por corrupción, una Justicia a las órdenes del gran capital trasnacional, un empresariado cuyo principal referente está preso por coimear a medio continente, unas Fuerzas Armadas que, a través del jefe del Ejército, el General Eduardo Vilas Boas, aprietan públicamente al Supremo Tribunal Federal para imponer la cárcel a Lula, y ahora un Ejecutivo que albergará a ex militares nacionalistas de derecha, referentes empresariales del conservadurismo religioso y un emblema continental de la ortodoxia liberal económica.
El gran ausente en la escena política brasilera (como también en la mayoría de los países de la región), es el antiimperialismo popular y revolucionario, para expresar una alternativa auténtica a la decadencia de un régimen que fluctúa entre las experiencias renegociadoras y los gobiernos de sumisión incondicional al imperialismo. El hastío popular con la crisis económica, política y social busca su cauce, la tendencia a la confrontación social va en alza y la democracia brasilera ya no guarda ni las más elementales formas, pero la dirigencia política y sindical ha quedado caduca para las tormentas que vienen. Se impone la necesidad de poner en pie una opción rebelde que barra con este régimen nauseabundo, suplantándolo por un poder obrero y popular, verdaderamente democrático, que asuma sin temores la tarea revolucionaria de la liberación nacional y la emancipación social.
Leo Funes

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Miércoles, Noviembre 14, 2018 - 20:00

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